Enclaustrada en el gigante azul, todo lo que le rodea es paisaje salvaje y virgen dentro del Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar
Huele a playa. A salitre. La trae la brisa de verano nada más bajar. Las montañas abren paso al mar hasta que asoman dos grandes peñones al fondo. Se ha llegado a La Isleta del Moro. Enclaustrada en el gigante azul, todo lo que le rodea es paisaje salvaje y virgen enmarcado dentro del Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar. El camino hacia ella, pasando por Rodalquilar, es de postal. Como si de repente se tuviera la necesidad de fotografiar cada minuto que se pasa en el lugar.
No importa si se deja el coche en el descampado de la entrada, en el acantilado, o en el céntrico lavadero. Uno ya intuye que está en un pueblo, en realidad pedanía de Níjar, especial. Es de esos espacios que parecen sobrevivir al paso del tiempo, de casitas blancas, ventanas azules, flores y plantas variopintas que aguantan los años sin perder nada de su esencia. Es lo que tiene vivir rodeado de mar, que éste siempre envuelve la escena, dando a La Isleta del Moro ese carácter de pueblo marinero, pesquero aún, inmortal.
Subida al Peñón Blanco
Si dejamos el coche en el aparcamiento de la entrada, nos encontramos de lleno con la playa del Peñón Blanco. Nada más llegar a la arena ya sabemos el por qué de su nombre, encontrándonos literalmente con la roca del mismo color en mitad, cerca de la orilla. De arena fina y aguas cristalinas, se encuentra rodeada de vegetación y montañas que, dependiendo de la hora en las que las bañe el sol, se perciben con tonalidades moradas fruto de su origen volcánico.
Después de un buen baño se recomienda abandonar la playa y, sin dejar atrás nunca el mar, subir hasta la cima del peñón. Es un recorrido intuitivo que bordea la pequeña costa del pueblo y para el que no se requiere más de cinco minutos. Las vistas son sencillamente espectaculares. Aunque no sea muy alto, se recomienda ir parando a lo largo del camino para vislumbrar el pueblo, el mar y los pequeños barcos que navegan por él a diferentes alturas.
Al llegar al final, si nos acercamos con cuidado, podremos ver pequeños acantilados de distintas tonalidades de azul y colores turquesas que nos adentrarán en lo más profundo del Mediterráneo. El ruido de las olas al romper contra las rocas y las gaviotas revoloteando alrededor transportan a otro mundo de calma y paz.
Embarcadero y mirador de La Isleta del Moro
Desandando nuestros pasos, al llegar abajo conviene seguir bordeando La Isleta hasta llegar al embarcadero que se ve desde la cima. Pequeñas barcas esperan en la entrada, desgastadas por la sal y de todos los colores y nombres, varadas en la orilla aguardando a que se las lleve de pesca. Una imagen mágica que es sello de La Isleta del Moro, que vio en esta su actividad económica principal muchos años atrás.
Aún persiste en la actualidad, siendo la visita a La Isleta del Moro una oportunidad perfecta de tomar pescado y marisco fresco, pero sí que ha decrecido en merced del turismo y la restauración que hoy les da de comer a la pequeña población residente.
Así, resulta entrañable contemplar a los pescadores que aún se echan a la mar, una escena que se puede apreciar desde el espigón o el mirador que se encuentra a un par de minutos andando cuesta arriba. Desde este punto se puede observar a La Isleta con otra perspectiva, además de aprender, gracias a sus paneles informativos, sobre la pesca artesanal y la complicadísima tarea de “la varada”, así como de los abanicos aluviales que se repiten a lo largo del parque natural.
Estos abanicos se provocan por el contraste entre el relieve volcánico de la zona y la suave morfología de las depresiones litorales. Un cambio brusco en la pendiente por el que los cursos fluviales, al salir del frente montañoso, acumulan materiales que arrastran hasta formar cuerpos sedimentarios que generan este fenómeno.
Bajada al pueblo de La Isleta del Moro
Tras disfrutar las vistas desde el mirador, toca bajar hasta el pueblo de La Isleta del Moro. Si seguimos la calle hacia abajo, llegamos al mismo centro en el que se conserva un antiguo lavadero, donde todavía se puede encontrar a alguna que otra persona mayor lavando a mano la ropa. Es parte del encanto que se respira en La Isleta. Pequeñas señas de identidad que respetan su naturaleza de pueblo mediterráneo y las costumbres que nacen de ella.
Repartidos por toda esta zona hay varios centros de buceo, siendo una de las actividades más recomendadas en la visita a La Isleta. A modo de tiendas, hay varios puestos donde comprar souvenirs y comida. Encontramos los típicos de pulseras y otros más innovadores como el de Ocean Project, marca de ropa que reivindica la limpieza de las playas y mares, el de helados del desierto y hasta un ‘food truck’ para comer llamado ‘El Galleguiño’.
Y hablando de tener el estómago lleno, se puede disfrutar del buen pescaíto y marisco fresco a la par que se degusta una rica paella. Un lugar para hacerlo es el restaurante La Ola, con vistas a la playa y al peñón. Si se quiere continuar con una sobremesa, a un minuto andando se encuentra ‘Sobre la marcha’, para tomar una copa, merendar o despedir el día frente al mar.
Dos senderos desde La Isleta
Siguiendo este recorrido quedaría completa la visita a la Isleta del Moro, pero no tiene por qué acabar ahí. Hay varias rutas de senderismo que parten desde este enclave: el sendero hasta la playa de Los Escullos y el camino hasta la Cala de los Toros.
Dos sendas que en las temporadas de menos calor se pueden recorrer para conocer más a fondo el Parque Natural del Cabo de Gata-Níjar. Y, quién sabe, echándole imaginación quizás recorramos el mismo camino que anduvieron los piratas berberiscos que atracaban en la zona. Entre ellos, el caudillo Mohamed Arráez, que al llegar a este lugar la nombró ‘La Isleta del Moro Arraéz’. Por ese nombre se conoció mucho tiempo, hasta derivar al nombre actual.